La identidad del edificio de culto cristiano es uno de los problemas mas delicados que ha de afrontar la arquitectura religiosa en el arranque de este nuevo milenio. Pienso que la arquitectura religiosa contemporánea es hija de dos revoluciones: de la revolución arquitectónica, que se puede visualizar en el Movimiento Moderno; y de la revolución litúrgica, que también se puede ver muy claramente en el Movimiento Litúrgico. Se tata de dos peticiones de principio, de dos vueltas a los orígenes, de dos nuevas formulaciones conceptuales de un tema milenario como es la arquitectura religiosa, y que en el caso de la arquitectura cristiana, de la arquitectura católica, han dejado a los edificios de culto en una inédita situación de precariedad identitaria. Algo que no había sucedido en ningún momento de la historia. Podríamos decir que el frío concepto —lo que idealmente debe ser una iglesia— ha ahogado la vida. Pero también hay que decir que esto ha ocurrido sobre todo en Occidente.
Hoy el mundo ha cambiado. Vivimos en un mundo mestizo, un mundo lleno de migraciones, de conexiones, de oportunidades, de múltiples intercambios, de sistemas de información compartidos. La vida fluye rápido, muy rápido. Existen cruces de creencias, diálogo entre esas creencias, conflictos, y en muchas partes del mundo la religión aparece como un factor de cohesión social y de identidad comunitaria. Por eso nos podríamos preguntar: en este mundo global, ¿qué respuestas tiene la arquitectura como disciplina para estos fenómenos? ¿Qué respuestas podemos dar los arquitectos? ¿Qué experiencias —en este sentido— existen?
El tema genérico de este congreso es la arquitectura religiosa contemporánea. Y el tema específico nos pide considerar la arquitectura sacra contemporánea dentro de un marco dialéctico entre el concepto y la identidad. Para mí, el término clave es contemporánea: de nuestra época. Esto parece presuponer una particular consciencia histórica: de lo que entendemos —o al menos de lo que creemos— que nuestro lugar concreto en la historia exige u obtiene: un modo de pensar sobre la arquitectura sacra que sea respetuoso con nuestra situación contemporánea. Esto también sugiere que nuestra respuesta actual bien pudiera ser diferente de la de épocas pasadas.
Pero cada época es contemporánea. Y todo lo que podemos hacer es arquitectura contemporánea. Simplemente no podemos pensar en arquitectura excepto como contemporáneos de nuestra propia época. Ya no podemos transformar la piedra en escultura con la visión y la mente de un cantero medieval. Ni estamos ya ocupados con las polémicas de la Contrarreforma que conformaron las magníficas iglesias barrocas. Ya no estamos involucrados en los debates cristológicos que influenciaron las arquitecturas de las iglesias en la época de Justiniano. Ni el movimiento del Gothic Revival se entiende como una interpretación moderna de un auténtico edificio medieval. Ni el clasicismo renacentista puede ser ya confundido con el de un antiguo templo griego o romano, así como ninguna de esas iglesias contemporáneas neoclásicas se podría confundir con la obra de un genio del Renacimiento, como Paladio, Bramante o Alberti. Así que yo creo que la fascinación por el concepto contemporáneo es problemática.
A pesar de todo, esta cuestión de la arquitectura sacra contemporánea parece ser el núcleo dialéctico en el que se han enzarzado los arquitectos y liturgistas durante los últimos cien años, más o menos. He de señalar que necesitamos respetar las particularidades de nuestra época, y que es útil examinar en qué grado deberían influir en nuestra toma de decisiones, y qué valores se están introduciendo en nuestra aproximación a la arquitectura sacra. Pero el grado hasta el que podrían influenciar nuestra aproximación a la arquitectura sacra es mucho más limitado.
La razón de ser de la liturgia y del culto implementadas en el programa del proyecto, y puestas en tensión con los modelos espaciales derivados de las formas arquitectónicas que celebran la fe y la alabanza al Dios Creador, hacen que estas mismas formas arquitectónicas se perciban como valores o bienes, tanto materiales como espirituales. Porque glosando a Jean Hani podríamos decir que el arte sagrado es el vehículo del espíritu divino, ya que la forma artística permite asimilar directamente las verdades trascendentes y suprarracionales; y es que la finalidad del arte consiste en revelar la imagen de la naturaleza divina impresa en lo creado, realizando objetos visibles que sean símbolos del Dios invisible. Las formas arquitectónicas así concebidas —y el arte en general— poseen lo que podemos llamar un valor sacramental. Son celebración, y desde esa percepción, una iglesia no es simplemente un edificio, ni tampoco un monumento, sino que es un santuario, un templo. Su finalidad no es solamente la de reunir a los fieles, sino la de crear para ellos una atmósfera que permita a la gracia manifestarse mejor. Esto proviene de la teología cristiana y, se relaciona de una manera u otra con aspectos de la tradición del simbolismo universal y local —el teológico y cosmológico—, como por ejemplo la orientación ritual, la identificación del templo con el cuerpo de Cristo (que es cuando pasa la cruz latina ó incluso griega), el rico simbolismo de los elementos que intervienen en el santo sacrificio de la misa centrados en torno a la cruz, etc.
Pero pienso —y eso es lo que me gustaría dejar claro aquí— que la identidad también se manifiesta a través de la arquitectura histórica y actual por medio de la percepción y la emoción colectiva e individual. Es a través de la liturgia y el culto cuando se posibilita esa percepción identitaria en el templo. No es la simple visita cultural, ni mucho menos la visita turística de masas en la que se dan unas explicaciones rápidas para llegar enseguida a otro monumento: en absoluto. La percepción del valor teológico y cosmológico católico se produce fundamentalmente a través de la liturgia y del culto.
Lo que voy a relatar en este foro tan acreditado, será la historia de un obispo de la ciudad de Bolonia con sabor a leyenda y que, en el transcurso de dieciséis años del siglo XX, a lomos de su cabalgadura, se ha batido en una serie de victoriosas batallas que terminaron, al final, en una derrota épica. El personaje que está en el centro de este acontecimiento es un sacerdote, de nombre Giacomo, hijo de Giuseppe Lercaro y de Aurelia Picasso, nacido frente al mar de Génova el 28 de octubre de 1891, ordenado sacerdote en 1914 y nombrado por el Sumo Pontífice, arzobispo en la sede de Bolonia en 1952.
Anticipemos ya, para que el público pueda introducirse desde ahora en la dimensión global de aquel momento histórico, que Lercaro, al asumir la dignidad episcopal de Bolonia en el momento de su pleno desarrollo demográfico y urbanístico de posguerra, se encontró con la necesidad de tener que hacer frente al problema acuciante de procurar, en las áreas de nueva urbanización, los terrenos que habrían de acoger, con el tiempo, las futuras organizaciones pastorales en el territorio, antes de que la edificación comercial saturase todo el conjunto de parcelas. Esto es lo que Lercaro, en los dieciséis años en los que permanece en la sede de Bolonia, logra realizar, sin gravar a las empobrecidas cajas de la curia, sino obteniéndolo directamente de los ciudadanos, según un proceso con garantía del cual hablaremos.
La historia es conocida. Pero yo la recuerdo y la anticipo para que la continuación del relato contenga, para todos los oyentes, la referencia final de la tragedia. El 12 de febrero de 1968, Lercaro, después de un episcopado excepcional que logra arrastrar a la ciudad a un estado de entusiasta perspectiva de adhesión al espíritu cristiano y a la fe, fue obligado, por una maniobra subterránea de la curia romana, promovida por personajes reaccionarios de los cabildos de San Pedro de Roma y de San Petronio de Bolonia, a dejar su diócesis para retirarse a la vida privada. Pero, ¿cómo se puede llegar a una decisión tan grave y dramática que no tiene parangón en la historia de la Iglesia católica? ¿Qué llega realmente a realizar Lercaro en el lapso de tiempo tan limitado que se le concedió? Vayamos por partes.
Se puede observar que hoy, con este cambio del mundo, con la globalización, que las religiones se han convertido en un fenómeno, un modo de identidad. Y si nos preguntamos cuáles han de ser las respuestas en términos de «identidad» por lo que respecta a la arquitectura, es porque pienso que todos estamos de acuerdo en que la arquitectura debe promover una identidad. El problema es: ¿qué identidad? Creo que hoy han estado en esta mesa ponentes sosteniendo posturas muy distantes entre sí. Y esto puede alimentar un debate entre varias posiciones.
Aquí no se habla, obviamente, de que se esté buscando una cierta cualidad de la arquitectura, sino una identidad en la arquitectura. Sabemos que hay un problema grave. En Italia se ha abierto últimamente una cierta polémica porque Mons. Gianfranco Ravasi, que es el presidente de la Comisión para la Cultura del Vaticano, interrogado sobre el estado de la arquitectura sacra en Italia, ha dicho que las iglesias son todas iglesias-garaje, iglesias-aparcamiento. Esto sabemos que es un problema. Todos los que estamos aquí sabemos bien que estadísticamente la calidad de la arquitectura religiosa es un problema.
Esta iglesia, situada en Pamplona, es fruto de un concurso promovido por el Arzobispado de Pamplona y Tudela, en un momento del año 2000 donde renació esta política plausible de concursos para obtener edificios religiosos de cierta relevancia y con interés. Y como la historia nos ha enseñado, es la mejor fórmula para obtener resultados óptimos. Fue un concurso convocado con unas bases claras y sensatas, con un jurado conocido y solvente, con unas condiciones razonables y con una absoluta naturalidad. Digo esto porque el pliego del concurso para hacer esta iglesia —que no es un edificio ni sencillo ni pequeño— serían unos diez folios, frente a otros concursos a los que estamos habituados, promovidos por la Administración, que tienen ciento cincuenta folios, y que realmente, cuando terminas el concurso todavía no has acabado de entender el pliego de condiciones. Con ello quiero animar a la curia eclesiástica a que continúe con esta política —que la rescate—, porque pensamos que es la mejor herramienta para hacer crecer el patrimonio de la arquitectura religiosa en nuestro país.
El programa que se nos pedía era una iglesia parroquial: un templo con una capacidad para cuatrocientas personas y una capilla de diario para cien personas. A su vez, un centro parroquial que dispusiera de salas para diversos usos, así como los despachos y las salas de catequesis necesarias en este tipo de conjuntos. El programa era una cosa muy sencilla, muy clara. Nos presentamos y nos pusimos a ello.
En un texto de carácter autobiográfico redactado hacia el final de su vida, Hans van der Laan señalaba, al recordar sus años de infancia y adolescencia, que el principal objetivo en esos años cruciales para su formación había sido el conocimiento de la naturaleza: «Lento pero seguro —escribe—, me adentraba en la vida de la naturaleza, siendo consciente de que había sido creada por Dios. Mi hermana mayor, la que murió durante la guerra, tuvo como profesora, tanto en la enseñanza primaria como en la secundaria, a una monja que, según la usanza de la escuela, acompañaba a sus alumnos desde la primera hasta la última clase. Esta sor Josefa les contaba siempre en clase la historia bíblica de la Creación, que aplicaba a cualquier cosa. Mi hermana se la contaba a su vez al hermanito pequeño —es decir, a mí—, y yo la verificaba en el campo, durante mis paseos solitarios».
Ciertamente, las sucesivas etapas de su formación juvenil estuvieron marcadas, como testimonia él mismo en ese texto, por otros objetivos: los años universitarios por el conocimiento de la sociedad, los del comienzo de la vida monástica por el conocimiento de la liturgia. Sin embargo, ese interés por descubrir el orden que subyace en la naturaleza, no sólo no desaparecería, sino que con el transcurso del tiempo se intensificaría y se haría más profundo. De hecho, toda su arquitectura estuvo marcada por el afán de prolongar y completar ese orden, pues siempre concibió el espacio arquitectónico como el lugar que permite al hombre establecer una relación armónica con el medio natural. Para conseguirlo, Van der Laan se serviría del ‘número plástico’, que fue ideado como el instrumento capaz de introducir, en el mundo artificial creado por el hombre, la inteligibilidad característica de la Creación en cuanto obra divina.
Voy a explicarles básicamente una experiencia docente; una asignatura que vengo impartiendo desde hace cuatro años en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, y que comenzó por una pequeña iniciativa —un seminario de investigación sobre arquitectura y liturgia— del entonces capellán de la escuela. Y en un momento determinado, se vio la posibilidad de transformar ese seminario en una asignatura de libre configuración. De tal manera que hice los trámites, diseñé un programa, y la asignatura se ha introducido en el plan de estudios. Creo que somos la primera escuela de arquitectura de España que tiene una asignatura de esta naturaleza. Como comprenderán ustedes, es una signatura que solamente lleva cuatro años desarrollándose y para la que he tenido que partir prácticamente de cero; no porque no existiera bibliografía, sino porque el especial punto de vista que quería transmitir a mis alumnos así lo requería.
Dicho esto, quiero presentar el que constituye básicamente mi objetivo principal: cómo desarrollar en los alumnos lo que yo llamo «capacidad de pensamiento simbólico». En mi opinión, esta capacidad se encuentra en la base de la comprensión de las ideas que subyacen en un edificio sacro, y constituye un campo de investigación tan amplio —y en cierto sentido tan extraño a nuestra cultura contemporánea— que mi asignatura se propone investigar cómo tender ese puente. Por lo tanto, todavía no tenemos propuestas concretas, no hemos construido ninguna iglesia, todavía no hemos hecho ningún taller experimental. Estamos abriendo una línea de investigación, pero pensamos que estamos en el buen camino. Y esto lo veo en el entusiasmo y en la respuesta de mis alumnos, la mayoría de los cuales no son creyentes, algunos de ellos ni siquiera están bautizados o simplemente no han oído nunca hablar ni de liturgia ni de teología. Entonces, comprenderán que intentar transmitir, que intentar introducir en su corazón y en su cabeza la vibración necesaria para suscitar la creación artística supone un reto apasionante —o que yo he asumido como apasionante— y en el que posiblemente la persona que más aprenda sea yo misma.
El padre Costantino Ruggeri nació en Adro —localidad italiana próxima al lago de Iseo, en la provincia de Brescia— en 1925, y terminó su laboriosa e intensa vida terrena en 2007. Religioso y artista, supo compatibilizar ambas vocaciones; como él mismo decía, se le había concedido la gracia y la dicha de haber identificado su fe en el arte y su arte en la fe.
Un hermano suyo en religión, el padre Michele Piccirillo, famoso arqueólogo del Studium Biblicum de Jerusalén, ha escrito: «En las preces de Vísperas de la Liturgia de las Horas, los martes de la tercera semana la Iglesia nos invita a rezar así: Señor, te rogamos por los artistas a los que has confiado la misión de revelar el esplendor de tu Rostro; haz que sus obras lleven a la humanidad un mensaje de paz y esperanza».
Y añade: «En ese espíritu creo que deberíamos de agradecer al Señor por todo lo que el padre Costantino ha hecho de bueno y hermoso por la Iglesia y por la Orden Franciscana. Ha sido un artista cristiano y franciscano, con el sagrado fuego de la belleza en su interior. Un cristiano, un sacerdote, vive para embellecer la Iglesia de Dios, viviendo su vida tras la estela de Cristo (...) El padre Costantino ha hecho a la Iglesia más hermosa, viviendo su vida de cristiano y de sacerdote, poniendo a disposición sus dotes de artista, de las que Dios lo ha hecho dueño en abundancia».
Recorramos brevemente las etapas de su vida.
La verdad es que me encuentro un poco fuera de mi medio. Yo soy artista y me manejo bien con las formas, pero no estoy acostumbrado a dar conferencias. Por eso, lo que voy a intentar hacer es una reflexión sobre una serie de intuiciones mías. El trabajo creativo se suele realizar en un plano que no es puramente conceptual, aunque luego intentemos conceptualizarlo. Y voy a hacer ese esfuerzo de intentar concretar y conceptualizar una serie de intuiciones en relación con la iconografía, y en concreto, con la iconografía religiosa. Voy a exponer un proceso —por decirlo de alguna forma— inconcluso; un proceso, un modo de afrontar la iconografía que me estoy planteando en la actualidad y que, de hecho, no ha finalizado todavía. Es algo que estoy experimentando, y podrán ver algunas imágenes de los resultados que estamos consiguiendo en el estudio.
El otro día me enseñaban una representación de la Virgen con el Niño en sus brazos, en su seno, que yo había hecho cuando estaba estudiando quinto de carrera. Y me llamó la atención volver a ver esa imagen, porque se encuadraba dentro de un discurso que tenía relación con los proyectos de Jorge Oteiza. En aquel momento me interesaban muchísimo las propuestas de imaginería religiosa que había hecho Oteiza. Y esas formas, que eran tremendamente sutiles, casi de especialistas, estaban rozando la abstracción. Para que se hagan una idea, era una imagen vaciada, esculpida en negativo y luego positivada. De tal modo que lo que te encontrabas era una especie de hornacina pero que no tenía nada que ver con una hornacina. Era un hueco, una especie de gruta en la que se incrustaba un gran cuerpo que era una representación de la Madre e integrado en ese cuerpo estaba el Niño, finalmente a los pies de la Madre un santo se postra y los besa. Este discurso, a mí, en ocasiones me ha planteado una pregunta que pongo aquí sobre la mesa: el tema de la comunicación.
Como es la mesa redonda que va cerrar estas tres jornadas, y como creo que el sentir de gran parte de las personas que han asistido a este congreso ha sido que han tenido pocas ocasiones de participar, vamos a intentar que sea éste el momento adecuado. Han sido muchos los temas que han salido a colación, y no soy yo la persona encargada de sintetizarlos. Pero en todo caso, les voy a hacer ustedes una especie de flash de ideas que han ido saliendo. Por ejemplo, el espacio arquitectónico sagrado como activador de la experiencia sagrada. Binomios tales como la relación metáfora-símbolo, templo-iglesia, arquitectura-urbanismo o funcionalismo-liturgia.
Recuerdo que en el primer congreso salimos todos de aquí tal día como hoy diciendo: el programa es la liturgia. No digo que entonces comulgáramos necesariamente con esta frase, pero en estas sesiones quizá se haya lanzado la reivindicación de la arquitectura. La arquitectura, y a partir del análisis de los problemas, se hablaba de un análisis funcional radical. Pero yo no voy a insistir mucho más: naturaleza, arquitectura, liturgia, son muchos de los temas adecuados, pero también hay otras miradas que convergen, como por ejemplo en el caso de la liturgia y en el caso del culto, con las imágenes.
¿Cómo dialogan la arquitectura y las imágenes en la definición del arte o del espacio sacro contemporáneo? Lenguajes, técnicas, materiales, procedimientos... la iconicidad de la imagen sagrada a través de los episodios narrativos, de los episodios cultuales, rituales, el mundo del mobiliario, el mundo del vitral, el mundo de los objetos litúrgicos, el mundo de la indumentaria, la síntesis de las artes. ¿El arquitecto pude alejarse o de algún modo desocuparse de los problemas de la iconicidad en el espacio sacro? ¿Cómo dialogan, cómo debaten?
Os habéis puesto en camino a Ourense para compartir algo que lleváis muy dentro de vuestro corazón. Nuestra inquietud por la espiritualidad y por la belleza nos han reunido en este congreso de arquitectura religiosa para afrontar el tema capital de la identidad en el espacio sagrado. Hemos escuchado ponencias y comunicaciones que han renovado nuestro entusiasmo y nuestro compromiso. Gracias a todos los ponentes por esta esperanza maravillosa que ilumina nuestras inquietudes.
Este congreso también ha sido —y de una manera muy especial— un momento de gozo. Gozo de quien está buscando con ilusión, y gozo de los que escuchamos algo que con alegría estamos buscando y sabemos que estamos en el camino. Habría que decir una vez más que la arquitectura no es el problema, sino que en este momento la arquitectura es la gran oportunidad. Lo mismo se podría decir de las demás bellas artes, especialmente de la escultura, con estas expresiones que hoy hemos escuchado tan hermosamente expuestas.